5 dic 2010

Error de paralaje.

   La encontramos a lo lejos y nos hizo una señal con la mano, o al menos eso me dijeron, porque yo soy ciega.
   Vestía como espantaja cuatro pelucas de diferente densidad y color: roja, verde, morata y azulona. Si te fijabas bien, si mirabas su conjunto en general y ningún punto de su cuerpo en particular, en su perfil vislumbrabas un aura que desprendía metales antiguos, como de fábrica abandonada... estaba oscura, estaba oxidada y viciada. Pero estaba rápida. ¿Sería la misma persona? Se aproximaba hacia nosotros caminando y reptando a partes iguales.
   ¡Dios santo! Al acercarse también cambiaba de aspecto e intención: de espontánea se tornaba lenta y torpe, a la vez que prometía con sus ojos no haber usado peluca jamás (de hecho ya no las llevaba). La veracidad y estabilidad que la acera nos ofrecía mientras Ella la pisaba variaba según los centímetros del puñal que portaba en la mano derecha, parámetro variable también. Empezó a llover, y su vestido dejó de existir. Era ahora un perro. Ahora ya no. Parecía que nunca iba a alcanzarnos.
   Sergia se encendió un cigarro, Loreno escribió cuarenta libros y Estebanía fue a comprarse unos prismáticos, pero no volvió. Yo tuve un hijo, un hijo que tiene ahora cinco años para seis. Nunca una espera fue tan hermosa...

No hay comentarios:

Publicar un comentario